La inmigración no es tema que ha estado en el centro de los debates acerca de Renta Básica Incondicional (RBI). Esto se nota rápidamente, haciendo un repaso de los títulos de las contribuciones publicadas hasta ahora en libros y revistas especializadas.
La inmigración no es tema que ha estado en el centro de los debates acerca de Renta Básica Incondicional (RBI). Esto se nota rápidamente, haciendo un repaso de los títulos de las contribuciones publicadas hasta ahora en libros y revistas especializadas.
No obstante, hay una conexión más que accidental entre la RBI y la inmigración, concretamente a través de la delimitación del ámbito subjetivo de la prestación, lo cual afecta de pleno a una de las tres características fundamentales de la misma: la universalidad.
De entrada, la RBI se considera universal porque se dirige al conjunto de la sociedad, incluyendo a todas las personas o colectivos sociales, independientemente de sus ingresos o patrimonio. Este carácter no selectivo distingue claramente la RBI de las rentas mínimas condicionadas, tales como la Renta de Garantía de Ingresos (a nivel de la Comunidad Autónoma del País Vasco) o el Ingreso Mínimo Vital (a nivel del Estado español).
Ahora bien, lo que no puede evitarse tanto en el caso de las rentas mínimas condicionadas como en el caso de una RBI, es la aplicación de criterios de inclusión/exclusión basados en el vínculo que las personas destinatarias mantengan con el territorio de referencia. Desde luego, lo ideal sería que la RBI abarcara un amplio espacio geopolítico – por ejemplo, él de la Unión europea – pero todas las propuestas que han sido formuladas, hasta ahora, quedan limitadas a territorios más reducidos, tales como países o regiones dentro de los mismos.
El reputado economista y férreo defensor de la RBI, Guy Standing, comenta lo siguiente respecto a la “universalidad” de la prestación:
“En un mundo ideal nos gustaría que cada ser humano fuese capaz de tener una igual seguridad básica en los ingresos. Pero aquí “universal” significa que una renta básica sería pagada a cada residente habitual de una comunidad, provincia o país, dados. La renta básica no sería, estrictamente hablando, un “ingreso ciudadano”, como es designada a veces, porque los ciudadanos no residentes no cumplirían los requisitos para recibirla. A la inversa, a los inmigrantes se les podría requerir que fuesen residentes legales por un tiempo definido (o, en el caso de los extranjeros, haber alcanzado un estatus de residencia permanente) antes de cumplir los requisitos para recibir la renta básica. Esto es un problema político que debe ser resuelto democráticamente.” (1)
Para Standing el criterio de la “residencia (habitual)” es fundamental para el acceso a la RBI, lo cual significa en cierto modo una redefinición del concepto de “ciudadanía”. Ahora bien, el criterio de la “nacionalidad” sigue siendo relevante para él. Eso se desprende del hecho que el autor sugiere que, a efectos del derecho a la RBI, se admitan diferencias de trato entre personas “nacionales” y “extranjeras” y, dentro de las últimas, entre quienes tengan residencia legal y quienes se encuentren en “situación irregular”. En consonancia con ello, Standing propone dejar la “interpretación” de la “residencia habitual” en manos de los partidos políticos. Así, la RBI se convierte, por lo menos en parte, en un derecho configurable por sucesivas mayorías parlamentarias.
Una de las principales preocupaciones que caracterizan las políticas migratorias europeas es el temor al “turismo social”. Dicho miedo ha “contaminado” hasta el propio estatuto de ciudadana/o de la Unión europea. Lo dice claramente el artículo 7 de la Directiva 2004/38/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 29 de abril 2004 sobre el derecho de los ciudadanos de la Unión y de miembros de sus familias a circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros:
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Todo ciudadano de la Unión tiene derecho de residencia en el territorio de otro Estado miembro por un periodo superior a 3 meses si:
a) Es un trabajador por cuenta ajena o por cuenta propia en el Estado miembro de acogida, o
b) Dispone, para sí y los miembros de su familia, de recursos suficientes para no convertirse en una carga para la asistencia social del Estado miembro de acogida durante su periodo de residencia, así como de un seguro de enfermedad que cubra todos los riesgos en el Estado miembro de acogida, […]
En este aspecto la normativa europea casa perfectamente con la “vox populi” según la cual las personas extranjeras migrantes – salvo las que pertenezcan a las minorías ricas de sus respectivos países de origen - tienen dos objetivos fundamentales: quitar los puestos de trabajo a la ciudadanía autóctona y/o beneficiarse del (más avanzado) sistema de prestaciones sociales del país de acogida.
Así, no debe extrañarnos que se atribuya a la RBI un “efecto llamada” en el ámbito migratorio.
Standing responde a dicha cuestión desde un punto de visto más bien pragmático o táctico. Su preocupación es, ante todo, “salvar” la implantación de la RBI ante un posible rechazo social y político. Aunque él no fija límites exactos, está claro que considera “aceptable” que se condicione la RBI al estatus de residente (legal) de larga duración. Aplicando dicho criterio a la situación en España (y Euskadi), eso significaría que una persona extranjera adquiriría el derecho a la RBI no antes de haber cumplido un mínimo de 5 años de residencia legal, periodo que podría fácilmente extenderse a 8 años, tomando en cuenta que para conseguir papeles por la vía del llamado “arraigo social” – vía de acceso para la mayoría de personas inmigrantes no comunitarias hoy en día – se tiene que pasar un periodo obligado de 3 años en situación administrativamente irregular.
No cabe duda que Standing es consciente del problema social y ético que su posición pueda generar:
“En caso de ser necesaria una asistencia social residual debería estar disponible para los migrantes que no cumplieran los requisitos.” (2).
Ahora bien, por “conveniente” que pueda parecer la solución propuesta, resulta chocante el hecho de que con la misma se reintroducen todos los males de la protección social “condicionada” y “focalizada” que se pretendía evitar precisamente con la implantación de una RBI. Sin duda se crearía una situación bastante “esquizofrénica”, por no decir contradictoria.
Si se parte de la idea de que situaciones de pobreza y exclusión social son en cualquier caso intolerables – independientemente del “estatus” de quienes las sufran – no parece “coherente” posponer el reconocimiento del derecho a la RBI más allá del momento en el que una persona haya dejado de ser “turista” en el territorio de referencia.
Cabe subrayar que el proceso de “integración” de las personas inmigradas no va en un solo sentido sino que es (o debe ser) bidireccional y que una de las mayores virtudes de la RBI es precisamente su capacidad inclusiva.
¿Y qué decir del supuesto “efecto llamada” de una RBI?
Hay suficiente evidencia que sustenta la tesis de que los flujos migratorios actuales dependen, mucho menos de la fortaleza del sistema de protección del país de acogida que de las oportunidades de encontrar ahí un trabajo remunerado (sin entrar a valorar el peso relativo de otros muchos factores tales como la cercanía cultural, el idioma, la vinculación histórica, la pre-existencia de redes transnacionales etc.)
Poco o nada permite concluir que eso cambiaría sustancialmente con la implantación de una RBI en un determinado territorio.
Por otra parte, existen razones sólidas para “desmontar” los prejuicios que subyacen en el cualquier discurso sobre un presunto “efecto llamada”.
En primer lugar, hay que defender la existencia de un derecho universal a migrar. Actualmente se considera la inmigración un derecho subordinado a la soberanía de cada estado. Haría falta revisar el concepto de soberanía para que resultara compatible con el ejercicio de un derecho que debe corresponder a cualquier ser humano, por el mero hecho de serlo: elegir su lugar de residencia en cualquier parte de nuestro planeta, patrimonio común de la humanidad.
En segundo lugar, debemos considerar un atentado contra la dignidad humana ver la presencia de una persona como una posible “carga” para el estado y realizar de forma sistemática un “cálculo” con el fin de determinar si la misma resulta asumible. Dicho cálculo contiene, además, una altísima dosis de hipocresía, puesto que la inmigración siempre ha sido sinónimo de uso (y abuso) de mano de obra barata, especialmente en sectores tales como la construcción, la agro-industria, la hostelería o el empleo doméstico. Por otra parte, no sobra recordar el impacto sumamente depredador del (neo-) colonialismo occidental sobre los países de donde proviene buena parte de las personas inmigrantes.
En tercer lugar, tenemos que ver las migraciones como procesos “naturales” que ayudan a las sociedades a mantenerse “vivas”. Evidentemente, la gestión de la migración no resulta fácil y tampoco está exenta de riesgos. Sin embargo, si queremos evitar el “estancamiento” (del que la evolución demográfica es tan sólo un aspecto) tenemos que asumir la realidad de los “movimientos” migratorios.
Finalmente, la “mala fama” que tiene la inmigración se debe, por lo menos en parte, a que ésta, aquí y ahora, se gestiona muy mal. Una de las “reglas” básicas de las políticas migratorias convencionales, es que debe protegerse el mercado laboral nacional, en el sentido de dar prioridad en el acceso al empleo a las personas nacionales, comunitarias o extracomunitarias, que ya disponen de autorización de residencia y trabajo. Esta prelación se traduce en la práctica en una obligación de comprobar si la concesión de una autorización de trabajo a una persona extranjera es compatible con la “situación nacional del empleo”. Ahora bien, si algo distorsiona profundamente el mercado laboral, es la perversa diferencia entre la situación “regular” e “irregular” en la que las personas extranjeras se encuentran forzadas por la Ley de Extranjería. Además, debemos romper con el mito del “empleo-centrismo” según el cual el trabajo mercantilizado es la única forma de contribuir a la construcción de una sociedad. Una RBI ayudaría a corregir esa doble falacia, poniendo desde el principio énfasis en la inclusión y la participación, y no en el control y la criminalización.
En consecuencia, en vez de intentar amoldar la RBI al régimen migratorio actual, deberíamos llevar las implicaciones propias de la misma al terreno migratorio. Es decir, no podemos tratar las políticas migratorias como si fueran “ajenas” o “indiferentes” a la implantación de una RBI. No es posible “conjugar” una RBI “empleo-crítica” con unas políticas migratorias “empleo-céntricas” sin entrar en (graves) contradicciones.
La RBI es una gran oportunidad para dar un giro copernicano a un sistema migratorio absurdo e inhumano. Ahora bien, para que una RBI tenga ese efecto transformador, no puede hacer “transacciones” con las actuales políticas migratorias sino debe mantenerse fiel a su carácter universal más allá de las diferencias de nacionalidad.
Notas:
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Guy Standing, Un derecho para todos y para siempre, Pasado & Presente, Barcelona, 2018, p. 14 – 15.
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Ibidem, p. 104
Artículo de opinión de Stijn Callens (integrante de la Asamblea de Gipuzkoa por una ILP a favor de la RBI en la CAV)
Publicado en SinPermiso.info
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